“¿Qué regalar al niño por su primera comunión? Un reloj, un libro, no, no, eso ya se le ocurrirá a los demás… ¡Le daré una serpiente de cascabel!”. Después de una semana de pensar, la abuela se sintió satisfecha con su decisión. “Una pequeña víbora puede ser muy útil cuando está bien domesticada —se dijo—. Envía mensajes, entretiene con sus bailes, e incluso ayuda a dormir cuando hace el movimiento del ocho. Por algo todo el mundo ha adquirido una… Lo único es que a veces muerde un poco, y es venenosa, pero bueno, todo tiene su lado bueno y su lado malo, ¿verdad?”.
El niño sale de la iglesia, feliz por recibir tanta atención por parte de su familia. Llegan a la casa para celebrar y entonces aparecen los regalos. Un libro, un reloj, otro reloj, un cortaplumas. Él acepta con sus pequeñas manos y sonríe. La abuela está esperando su turno para entrar, busca un golpe de efecto.
Al fin, se abre paso entre los invitados y extrae de la cartera una preciosa serpiente de cascabel con una cintita roja atada al cuello. “Toma, cariño —dice, estirando la criatura, que empieza a enroscarse entre sus brazos—. Se llama Panchita, la puedes guardar en el bolsillo. Pero edúcala, ¿eh? No vaya a ser que te clave sus colmillos, inyecte su veneno y termines muerto en algún pasillo”.
Al niño le brillaron los ojos. No veía la serpiente, sino un smartphone. Así que dejó a los invitados clavados en la sala de estar, se fue a su habitación, le puso pestillo a la puerta por primera vez y creó una cuenta en Instagram. Luego otra en Tik Tok. Así, sin darse cuenta, se le fue el día. Lo mismo ocurrió el día siguiente. Y el siguiente…
Quienes forman parte de los 96,7 millones de personas que han visto la serie Adolescencia (Netflix, 2025) estarán de acuerdo en que no exagero.
El uso de pantallas entre los menores de edad es una pesadilla, pero ellos las reciben de todos modos porque, “whatever”, “todos tienen móvil”. Muchos colegios están tomando cartas en el asunto, pero es difícil avanzar, porque cuesta conseguir acuerdos entre las familias.
Gracias al libro de Jonathan Haidt, Generación ansiosa (Deusto, 2024), muchas instituciones educativas en todo el mundo han encontrado por fin el fundamento científico que necesitaban para atreverse a prohibir el uso de móviles dentro de la jornada escolar.
Para quienes lo han implementado ha sido un respiro. “Ahora juegan en los patios”, me dijo un profesor el otro día. “Cuando tenían teléfonos en los bolsillos, claro, nada podía competir contra eso. Ahora por lo menos me escuchan”, comentaba otro.
Ahora bien, una vez despejado el problema en las mañanas, quedan pendientes las tardes y los fines de semana, los cuales con frecuencia son robados por las pantallas. Por eso, el siguiente paso es postergar la entrega de los móviles.
Haidt demuestra que hacerlo antes de los 15 es una imprudencia grave. A partir de ahí empieza el debate y se mide la calidad de la formación que entregan unas familias versus otras. Unos prefieren quedarse con esa edad, otros prefieren retrasar la entrega hasta los 18. En esta segunda posición está, por ejemplo, el médico español Miguel Ángel Martínez, con su libro Salmones, hormonas y pantallas (Planeta, 2023). Y, modestamente, también yo.
A estas alturas del partido los jóvenes reconocen que el móvil con redes sociales se parece bastante a un veneno. Muchos quisieran usarlos con más libertad, pero el sistema de notificaciones es adictivo. La serpiente sonríe al principio, pero luego muestra sus colmillos. Lo mismo ocurre con los celulares: una vez que caen en manos del adolescente, pronto intentan devorar al dueño.
Los muchachos pierden el tiempo, bajan las notas, se deterioran las relaciones con sus padres y hermanos, fragmentan la atención, incurren en enfermedades mentales (en Reino Unido, un tercio de los jóvenes de 18 a 24 años experimentan síntomas de depresión, ansiedad o trastorno bipolar), sufren en su autoestima, duermen menos, son testigos del ciberacoso, se olvidan de Dios.
Los padres, por su parte, no han recibido un entrenamiento especial para sanar mordeduras de serpiente y cada día entienden menos a sus hijos.
En medio de toda esta confusión, hay familias que consiguen abrir un paraguas. “Si llueve, que por lo menos no nos mojemos nosotros”, dicen. Ellos luchan con uñas y dientes para preservar algunas tradiciones: comer todos juntos, tener conversaciones padre-hijo o rezar en familia. En paralelo, buscan trucos para evitar la competencia desleal: retrasan la entrega del móvil hasta los 18, o regalan uno a los 15, pero que es de los antiguos, es decir, no apto para redes sociales.
También he visto a algunos padres ingeniosos que consiguen un ladrillo sin redes sociales, pero con WhatsApp.
El esfuerzo de ir contracorriente les supone entrar en largas discusiones, es cierto, pero saben que el conflicto es muy inferior al que tendrían si sus hijos guardaran un IPhone-serpiente-de-cascabel en el bolsillo desde el día de la primera comunión.